Así
como decíamos al final de la entrada anterior que el diácono casado es un miembro de
la jerarquía con unas peculiaridades: trabajo civil, familia,… que le diferencian
en algunos aspectos del resto del clero, también, en el seno de su familia, es
alguien que tiene unas singularidades que no se encuentran en otro esposo o
padre de familia.

Y
es que, aunque esto suene un poco raro, es precisamente lo que el Vaticano II
buscó al restaurar el diaconado permanente de varones casados. En un Concilio
que quería acercar más la jerarquía al resto del pueblo de Dios, era evidente
la necesidad de un cambio en la misma concepción jerárquica y en la
participación de los laicos en la vida de la Iglesia, incluyendo el apostolado[2]. Uno de
los instrumentos para tal fin, podía ser el diaconado permanente abierto a los
casados, que es un eficaz ministerio intermedio entre jerarquía y laicado. Y es
que los diáconos casados, con su estilo de vida entre clerical y laical, están
insertos de lleno en el mundo, con su trabajo y familia, y son conocedores de
primera mano de los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de
los hombres de nuestro tiempo[3].
Pero,
¿realmente el diácono casado es un esposo y un padre normal? ¿No influye su
vocación y ministerio en su familia? Yendo más allá, en una dimensión más
espiritual, ¿cómo la esposa y los hijos se ven influenciados por el sacramento
del Orden en grado diaconal?
En
primer lugar, en cuanto a lo eminentemente práctico relacionado con la
conciliación de sus deberes como padre y esposo y los de ministro ordenado, nos
engañaríamos si no dijéramos que exige del diácono casado y su familia una
disponibilidad, entrega y ajuste de horarios muy considerable. Pero esto lo
conoce bien cualquier persona con una agenda apretada debido a un trabajo o
hobby, con una dedicación muy exclusiva (marino, bombero, militar, etc…). La prudencia
y el buen hacer de todos los aquí implicados, incluyendo por supuesto al obispo
diocesano que será quien encomiende al diácono su misión, debe conseguir que no
se vea menoscabada la importantísima tarea de padre y esposo del diácono
casado. Sería un despropósito que, siguiendo su vocación al servicio de
diácono, descuidara su primera vocación como esposo, no sirviendo a su propia
familia.
Ya que la vida conyugal y familiar
y el trabajo profesional reducen inevitablemente el tiempo para dedicar al ministerio,
se pide un particular empeño para conseguir la necesaria unidad, incluso a
través de la oración en común. En el matrimonio el amor se hace donación
interpersonal, mutua fidelidad, fuente de vida nueva, sostén en los momentos de
alegría y de dolor; en una palabra, el amor se hace servicio. Vivido en la fe,
este servicio familiar es, para los demás fieles, ejemplo de amor en Cristo y
el diácono casado lo debe usar también como estímulo de su diaconía en la
Iglesia[4].

Si
el diaconado es servicio, y el sacramento del Orden da la gracia necesaria para
desarrollar esta misión, no es descabellado decir que la familia del diácono
recibe, misteriosamente, la gracia necesaria para acompañar al esposo y padre
en el cumplimiento de su tarea eclesial. Todos están llamados, de una manera u
otra, directa o indirectamente, a ayudar al diácono en este servicio y a
convertirse ellos en servidores-diáconos para los demás. Y aún más, este
servicio, como gracia, como ejemplo y como modo de vida debe impregnar la casa
del diácono. En el Nuevo Testamento encontramos un par de textos reveladores
sobre esto que venimos diciendo. Aunque el segundo es discutible, según la
traducción del nombre propio que tomemos, se deja ver igualmente la influencia
misteriosa que ejerce la gracia recibida por el padre en su familia:
Al día siguiente, partimos de allí
y llegamos a Cesarea; entramos en la casa de Felipe, el evangelista, uno de los
Siete, y nos quedamos con él. Este tenía cuatro hijas vírgenes que profetizaban
(Hch 21, 8-9).
Un último ruego, hermanos: Sabéis
que la casa de Estéfanas (¿Esteban?) es primicia de Acaya y que se pusieron al servicio de los santos.
Someteos también vosotros a gente como esta y a cualquiera que coopere en sus
esfuerzos (1Cor 16, 15-16).
Comentando
este último texto, el diácono valenciano J. Rodilla escribe:


[1] Cfr. PABLO VI, Motu Proprio Ad Pascendum, Roma (15-8-1972). Es un
impedimento, pero puede ser dispensado por el Romano Pontífice.
[2] Cfr. LG, 37.
[3] Cfr. GS, 1.
[4] CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio para el ministerio y la vida de los
diáconos permanentes, Roma
(22-2-1998), 61.
[5] J. RODILLA MARTÍNEZ, El Diaconado Permanente en
los albores del Tercer Milenio, 57.
[6] FC, 17