«Servidor de Cristo» (Ga 1,10). Hemos escuchado esta expresión, con
la que el apóstol Pablo se define cuando escribe a los Gálatas. Al
comienzo de la carta, se había presentado como «apóstol» por voluntad
del Señor Jesús (cf. Ga 1,1). Ambos términos, apóstol y servidor, están
unidos, no pueden separarse jamás; son como dos caras de una misma
moneda: quien anuncia a Jesús está llamado a servir y el que sirve
anuncia a Jesús.
El Señor ha sido el primero que nos lo ha mostrado: él, la Palabra
del Padre; él, que nos ha traído la buena noticia (Is 61,1); él, que es
en sí mismo la buena noticia (cf. Lc 4,18), se ha hecho nuestro siervo
(Flp 2,7), «no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45).
«Se ha hecho diácono de todos», escribía un Padre de la Iglesia (San
Policarpo, Ad Phil. V,2). Como ha hecho él, del mismo modo están
llamados a actuar sus anunciadores. El discípulo de Jesús no puede
caminar por una vía diferente a la del Maestro, sino que, si quiere
anunciar, debe imitarlo, como hizo Pablo: aspirar a ser un servidor.
Dicho de otro modo, si evangelizar es la misión asignada a cada
cristiano en el bautismo, servir es el estilo mediante el cual se vive
la misión, el único modo de ser discípulo de Jesús. Su testigo es el que
hace como él: el que sirve a los hermanos y a las hermanas, sin
cansarse de Cristo humilde, sin cansarse de la vida cristiana que es
vida de servicio.
¿Por dónde se empieza para ser «siervos buenos y fieles» (cf. Mt
25,21)? Como primer paso, estamos invitados a vivir la disponibilidad.
El siervo aprende cada día a renunciar a disponer todo para sí y a
disponer de sí como quiere. Si se ejercita cada mañana en dar la vida,
en pensar que todos sus días no serán suyos, sino que serán para
vivirlos como una entrega de sí. En efecto, quien sirve no es un
guardián celoso de su propio tiempo, sino más bien renuncia a ser el
dueño de la propia jornada. Sabe que el tiempo que vive no le pertenece,
sino que es un don recibido de Dios para a su vez ofrecerlo: sólo así
dará verdaderamente fruto.
El que sirve no es esclavo de la agenda que establece, sino que,
dócil de corazón, está disponible a lo no programado: solícito para el
hermano y abierto a lo imprevisto, que nunca falta y a menudo es la
sorpresa cotidiana de Dios. El siervo sabe abrir las puertas de su
tiempo y de sus espacios a los que están cerca y también a los que
llaman fuera de horario, a costo de interrumpir algo que le gusta o el
descanso que se merece. Así, queridos diáconos, viviendo en la
disponibilidad, vuestro servicio estará exento de cualquier tipo de
provecho y será evangélicamente fecundo.
También el Evangelio de hoy nos habla de servicio, mostrándonos dos
siervos, de los que podemos sacar enseñanzas preciosas: el siervo del
centurión, que regresa curado por Jesús, y el centurión mismo, al
servicio del emperador. Las palabras que este manda decir a Jesús, para
que no venga hasta su casa, son sorprendentes y, a menudo, son el
contrario de nuestras oraciones: «Señor, no te molestes; no soy yo quién
para que entres bajo mi techo» (Lc 7,6); «por eso tampoco me creí digno
de venir personalmente» (v.7); «porque yo también vivo en condición de
subordinado» (v. 8).
Ante estas palabras, Jesús se queda admirado. Le asombra la gran
humildad del centurión, su mansedumbre. Él, ante el problema que lo
afligía, habría podido agitarse y pretender ser atendido imponiendo su
autoridad; habría podido convencer con insistencia, hasta forzar a Jesús
a ir a su casa. En cambio se hace pequeño, discreto, no alza la voz y
no quiere molestar. Se comporta, quizás sin saberlo, según el estilo de
Dios, que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). En efecto, Dios,
que es amor, llega incluso a servirnos por amor: con nosotros es
paciente, comprensivo, siempre solícito y bien dispuesto, sufre por nuestros errores y busca el
modo para ayudarnos y hacernos mejores. Estos son también los rasgos de
mansedumbre y humildad del servicio cristiano, que es imitar a Dios en
el servicio a los demás: acogerlos con amor paciente, comprenderlos sin
cansarnos, hacerlos sentir acogidos, a casa, en la comunidad eclesial,
donde no es más grande quien manda, sino el que sirve (cf. Lc 22,26).
Así, queridos diáconos, en la mansedumbre, madurará vuestra vocación de
ministros de la caridad.
Además del apóstol Pablo y el centurión, en las lecturas de hoy hay
un tercer siervo, aquel que es curado por Jesús. En el relato se dice
que era muy querido por su dueño y que estaba enfermo, pero no se sabe
cuál era su grave enfermedad (v.2). De alguna manera, podemos
reconocernos también nosotros en ese siervo. Cada uno de nosotros es muy
querido por Dios, amado y elegido por él, y está llamado a servir, pero
tiene sobre todo necesidad de ser sanado interiormente. Para ser
capaces del servicio, se necesita la salud del corazón: un corazón
restaurado por Dios, que se sienta perdonado y no sea ni cerrado ni
duro. Nos hará bien rezar con confianza cada día por esto, pedir que
seamos sanados por Jesús, asemejarnos a él, que «no nos llama más
siervos, sino amigos» (cf. Jn 15,15).
Queridos diáconos, podéis pedir cada día esta gracia en la oración,
en una oración donde se presenten las fatigas, los imprevistos, los
cansancios y las esperanzas: una oración verdadera, que lleve la vida al
Señor y el Señor a la vida. Y cuando sirváis en la celebración
eucarística, allí encontraréis la presencia de Jesús, que se os entrega,
para que vosotros os deis a los demás.
Así, disponibles en la vida, mansos de corazón y en constante diálogo
con Jesús, no tendréis temor de ser servidores de Cristo, de encontrar y
acariciar la carne del Señor en los pobres de hoy.
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