Todo
ministerio eclesial, tiene su raíz en el mandato de Cristo de servir a los
hermanos: Pues si yo, el Señor y el
Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a
otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he
hecho con vosotros. En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su
amo, ni el enviado más que el que le envía (Jn 13, 14-16). Por el deseo de acoger este mandato
del mismo Jesús (diakonía Christi),
en las primeras comunidades cristianas surgen diversas formas de solventar las
necesidades tanto puntuales como permanentes del servicio a la Iglesia. Desde
la misma fundación de estos ministerios hay una identidad entre el hacer y el
ser[1]. No bastaba con servir como Jesús, había que ser otro Cristo sirviente. El ministro no quería
sólo actuar como Jesús, sino que hermanaba todo su ser con Él. Todo ello hizo
maestras del servicio a estas primeras comunidades y modelo para la Iglesia en
los siglos posteriores.
Todo
bautizado, por el hecho de ser seguidor de Cristo Sacerdote, Rey y Profeta no
puede dejar nunca a un lado su llamada al servicio de los demás: su bautismo le
exige cumplir con sus promesas bautismales. Pero cada uno debe concretar esa
llamada de servicio en un ministerio concreto, que no es más que un modo de
entrega a la edificación de la Iglesia.
En
el caso del ministerio que nace del de los Apóstoles, éstos, desde sus comienzos,
eligieron a colaboradores y sucesores para que continuasen la propagación del
Evangelio y la atención de la grey del Pueblo de Dios[2]. La
Iglesia entendió desde siempre el carácter especial de esta misión, revestida
con la gracia sacramental: es el llamado sacramento del Orden. Esta manera de
resolver ministerialmente las necesidades eclesiales convertirán estos
especiales ministerios en patrimonio de la Iglesia. Si acudimos al primer
número del Catecismo que nos habla de este sacramento encontramos: El Orden es el sacramento gracias al cual la
misión confiada por Cristo a sus Apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia
hasta el fin de los tiempos: es, pues, el sacramento del ministerio apostólico.
Comprende tres grados: el episcopado, el presbiterado y el diaconado[3]. Es pues un sacramento que confiere un
sacerdocio distinto al sacerdocio común que todos los fieles reciben por el
bautismo pues está íntimamente relacionado con el ministerio de los apóstoles:
en él se funda, en él se mira, de él bebe. Es también algo estable, hasta el fin de los tiempos, pues la misión
apostólica debe ser ininterrumpida.
Es
cierto que los diversos ministerios que colaboraron con los apóstoles, han
tenido una evolución a lo largo de los siglos y un cambio en su concepción,
funciones y una mayor profundidad en su perfeccionamiento teológico, pero no
puede negarse que los tres grados del Orden que la Iglesia acepta, se
fundamentan directamente en la institución de Cristo, la Sagrada Escritura y la
Tradición eclesial. El ministerio jerárquico, cuyo progresivo desarrollo
refieren los escritos neotestamentarios, quedó plasmado de manera definitiva
como estructura fundamental de la Iglesia que peregrina en un conjunto
integrado por los Obispos y sus colaboradores los presbíteros y los diáconos[4].
El
que es llamado y aceptado por la Iglesia entra a formar parte de un orden, un cuerpo eclesial que le
confiere una misión y potestad y afecta a toda la vida del ordenado. La
integración en el orden, se realiza
por un acto sacramental indeleble, la ordenación, que confiere al sujeto una
potestad especial[5].
No se trata de una simple elección o designación, como ocurre en diversos
grupos protestantes, sino de un don singular del Espíritu Santo que permite
ejercer una potestad sagrada al servicio del Pueblo de Dios en nombre y con la
autoridad de Cristo.
Por
tanto, debe quedar claro que el candidato es ordenado para el servicio al
Pueblo de Dios. No se ordena para su propia santificación, sino para la de los
demás[6]. No se
ordena para su mayor perfección, sino para estar al servicio de la Iglesia. Es
un error pensar que uno es más santo o es más perfecto si recibe el sacramento
del Orden. El ordenado ha de llenarse de temor y responsabilidad por la
grandeza de la misión apostólica y potestad recibidas.
Tampoco
el ordenado actúa o habla por su propia autoridad, ni por mandato o delegación,
sino que, por el sacramento recibido, lo hace en nombre de Cristo y de su
Iglesia. Todos los hechos o palabras del ordenado son ya de Cristo, no suyos,
por lo que su misión no será suya. No
se puede ser ministro del Señor a tiempo parcial: su vida entera es ya de
Cristo y de su Iglesia. Su vida entera es para el servicio encomendado. Luego,
habrá que entender cuál es la concreción en cada grado del orden y
circunstancia personal. Un presbítero, por ejemplo, puede muy bien realizar su
misión eclesial atendiendo a su madre enferma: con el discernimiento de su
obispo ese puede ser el servicio que se le pide en ese momento, en esas
circunstancias. O bien, un diácono que ejerce un trabajo civil puede ser
también ejercer su diaconía en esa faceta de su vida. No deja de ser ministro del Señor aunque ejerza cualquier trabajo civil que no desdiga su condición.
Tradicionalmente se ha hablado de que el sacramento
del orden otorga una triple potestad que configura al ordenado con Cristo
Maestro, Sacerdote y Pastor. En el caso que nos ocupa, el diácono participa según un modo propio de las tres funciones
enseñar, santificar y gobernar que corresponden a los miembros de la Jerarquía[7]. En el
caso del diácono, ordenado no al sacerdocio, sino al ministerio, se contempla
su triple ministerio (munera) al
servicio de la Palabra, la Caridad, la Liturgia[8]. Vemos
que esta distinción da una particularidad propia al ministerio diaconal que
nace de la episcopal. La potestad diaconal es entendida por tanto como ministerial, como servicio encomendado
por el propio obispo en los tres ámbitos ya mencionados, las tres columnas,
misiones o amores en los que un diácono debe desvivirse[9].
Sigue...
[1] Cfr. J. RODILLA MARTÍNEZ, El diaconado permanente en los albores del
tercer milenio, Valencia 2006, 54.
[2] Cfr. LG, 20.
[3] CEC, 1536.
[4] Cfr. LG, 20.
[5] Cfr. LG, 10.
[6]
Cfr. LG, 18.
[7] CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS, Apostolorum Successores, Roma (22-2-2004), 92.
[8] Cfr. LG, 29.
[9] Cfr. F. GIL HELLÍN, Homilía en la ordenación diaconal de Fr. J.
L. Galiana Herrero, “Boletín oficial del Arzobispado de Burgos” 156/12,
973-975.
Todo
bautizado, por el hecho de ser seguidor de Cristo Sacerdote, Rey y Profeta no
puede dejar nunca a un lado su llamada al servicio de los demás: su bautismo le
exige cumplir con sus promesas bautismales. Pero cada uno debe concretar esa
llamada de servicio en un ministerio concreto, que no es más que un modo de
entrega a la edificación de la Iglesia.
En
el caso del ministerio que nace del de los Apóstoles, éstos, desde sus comienzos,
eligieron a colaboradores y sucesores para que continuasen la propagación del
Evangelio y la atención de la grey del Pueblo de Dios[2]. La
Iglesia entendió desde siempre el carácter especial de esta misión, revestida
con la gracia sacramental: es el llamado sacramento del Orden. Esta manera de
resolver ministerialmente las necesidades eclesiales convertirán estos
especiales ministerios en patrimonio de la Iglesia. Si acudimos al primer
número del Catecismo que nos habla de este sacramento encontramos: El Orden es el sacramento gracias al cual la
misión confiada por Cristo a sus Apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia
hasta el fin de los tiempos: es, pues, el sacramento del ministerio apostólico.
Comprende tres grados: el episcopado, el presbiterado y el diaconado[3]. Es pues un sacramento que confiere un
sacerdocio distinto al sacerdocio común que todos los fieles reciben por el
bautismo pues está íntimamente relacionado con el ministerio de los apóstoles:
en él se funda, en él se mira, de él bebe. Es también algo estable, hasta el fin de los tiempos, pues la misión
apostólica debe ser ininterrumpida.
Es
cierto que los diversos ministerios que colaboraron con los apóstoles, han
tenido una evolución a lo largo de los siglos y un cambio en su concepción,
funciones y una mayor profundidad en su perfeccionamiento teológico, pero no
puede negarse que los tres grados del Orden que la Iglesia acepta, se
fundamentan directamente en la institución de Cristo, la Sagrada Escritura y la
Tradición eclesial. El ministerio jerárquico, cuyo progresivo desarrollo
refieren los escritos neotestamentarios, quedó plasmado de manera definitiva
como estructura fundamental de la Iglesia que peregrina en un conjunto
integrado por los Obispos y sus colaboradores los presbíteros y los diáconos[4].
El
que es llamado y aceptado por la Iglesia entra a formar parte de un orden, un cuerpo eclesial que le
confiere una misión y potestad y afecta a toda la vida del ordenado. La
integración en el orden, se realiza
por un acto sacramental indeleble, la ordenación, que confiere al sujeto una
potestad especial[5].
No se trata de una simple elección o designación, como ocurre en diversos
grupos protestantes, sino de un don singular del Espíritu Santo que permite
ejercer una potestad sagrada al servicio del Pueblo de Dios en nombre y con la
autoridad de Cristo.
Por
tanto, debe quedar claro que el candidato es ordenado para el servicio al
Pueblo de Dios. No se ordena para su propia santificación, sino para la de los
demás[6]. No se
ordena para su mayor perfección, sino para estar al servicio de la Iglesia. Es
un error pensar que uno es más santo o es más perfecto si recibe el sacramento
del Orden. El ordenado ha de llenarse de temor y responsabilidad por la
grandeza de la misión apostólica y potestad recibidas.
Tampoco
el ordenado actúa o habla por su propia autoridad, ni por mandato o delegación,
sino que, por el sacramento recibido, lo hace en nombre de Cristo y de su
Iglesia. Todos los hechos o palabras del ordenado son ya de Cristo, no suyos,
por lo que su misión no será suya. No
se puede ser ministro del Señor a tiempo parcial: su vida entera es ya de
Cristo y de su Iglesia. Su vida entera es para el servicio encomendado. Luego,
habrá que entender cuál es la concreción en cada grado del orden y
circunstancia personal. Un presbítero, por ejemplo, puede muy bien realizar su
misión eclesial atendiendo a su madre enferma: con el discernimiento de su
obispo ese puede ser el servicio que se le pide en ese momento, en esas
circunstancias. O bien, un diácono que ejerce un trabajo civil puede ser
también ejercer su diaconía en esa faceta de su vida. No deja de ser ministro del Señor aunque ejerza cualquier trabajo civil que no desdiga su condición.
Tradicionalmente se ha hablado de que el sacramento
del orden otorga una triple potestad que configura al ordenado con Cristo
Maestro, Sacerdote y Pastor. En el caso que nos ocupa, el diácono participa según un modo propio de las tres funciones
enseñar, santificar y gobernar que corresponden a los miembros de la Jerarquía[7]. En el
caso del diácono, ordenado no al sacerdocio, sino al ministerio, se contempla
su triple ministerio (munera) al
servicio de la Palabra, la Caridad, la Liturgia[8]. Vemos
que esta distinción da una particularidad propia al ministerio diaconal que
nace de la episcopal. La potestad diaconal es entendida por tanto como ministerial, como servicio encomendado
por el propio obispo en los tres ámbitos ya mencionados, las tres columnas,
misiones o amores en los que un diácono debe desvivirse[9].
Sigue...
[1] Cfr. J. RODILLA MARTÍNEZ, El diaconado permanente en los albores del
tercer milenio, Valencia 2006, 54.
[2] Cfr. LG, 20.
[3] CEC, 1536.
[4] Cfr. LG, 20.
[5] Cfr. LG, 10.
[6]
Cfr. LG, 18.
[7] CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS, Apostolorum Successores, Roma (22-2-2004), 92.
[8] Cfr. LG, 29.
[9] Cfr. F. GIL HELLÍN, Homilía en la ordenación diaconal de Fr. J.
L. Galiana Herrero, “Boletín oficial del Arzobispado de Burgos” 156/12,
973-975.
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