jueves, 17 de noviembre de 2016

El diaconado como vocación

Si ya parece zanjada magisterialmente la cuestión de la sacramentalidad diaconal, no lo parece tanto la cuestión de su especificidad como vocación eclesial. Si todo cristiano está llamado a la diakonía de Cristo, al servicio de los hermanos y de la Iglesia en diversidad de modos y ministerios, ¿qué diferencia al diácono ordenado de los demás cristianos? ¿Para qué un ministerio específico de servicio? Y yendo al centro de la cuestión, ¿realmente existe una vocación de diácono?


            Hay que hacer dos distinciones en lo que llamamos diakonía Christi. Por un lado tenemos la llamada universal a todo cristiano de imitar a Jesús en ese servicio a los demás. En la teología actual se habla de las diversas diakonías o servicios que un cristiano puede o debe desempeñar. Pero hay que distinguir esta llamada eclesial universal de la llamada concreta y particular que Dios hace a algunos de los miembros de la Iglesia a configurarse sacramentalmente con Cristo Siervo, consagrando su vida entera al servicio de Dios y de su Iglesia. Esto último es lo que la Iglesia llama ministerio diaconal ordenado.

            Hay que entender entonces que es una llamada particular de Dios, arraigada en la tradición apostólica de Hch 6, necesaria, diferente e independiente de las otras vocaciones eclesiales. No debería ser una vocación que estuviera pendiente del número de presbíteros, aunque así se concibe por muchos y es en cierta medida la causa de su restauración y expansión eclesial. Los presbíteros son necesarios e insustituibles, y todos hemos de rogar por sus vocaciones. Pero el diaconado es otra cosa, tiene su sentido propio, distinto del presbítero. El diácono valenciano J. Rodilla es contundente al respecto: La vocación al diaconado es una vocación legítima, independiente de que hubiera o no una inflación de presbíteros. Porque si hiciéramos una pastoral eficaz que hiciera atrayente la aventura del seguimiento de Jesús, y el Espíritu Santo concediese la gracia de llenar los seminarios y tuviéramos algún día en cada parroquia veinte presbíteros, ¿cerraríamos por ello los seminarios?, ¿sería lícito manifestar que nadie tiene derecho a ser sacerdote, por el hecho de que existan muchas vocaciones o buenas intenciones de ser presbíteros?[1] Extrapolando esta afirmación: ¿sería lícito decir que no hacen falta los diáconos porque hay muchos presbíteros? Hay que animar al que responde que sí a conocer más en profundidad este ministerio y las profundas necesidades de obreros que tiene la mies eclesial, recordando asimismo las palabras de un documento reciente de la Conferencia Episcopal Española, precisamente sobre los presbíteros, que afirma la diversidad de vocaciones y la importancia de todas: Todos los miembros del Pueblo de Dios están llamados a la santidad y al apostolado: los sacerdotes, los diáconos, los miem­bros de la vida consagrada y los fieles laicos; a su vez, todos participan en la misión de la Iglesia con carismas y ministerios diversos y complementarios. El diaconado hace presente a Cristo como el servidor de la comunidad de los creyentes[2].

            Esta idea de querer relacionar el aumento del diaconado con la escasez de presbíteros no ayuda a nadie. Y curiosamente no ayuda tampoco al discernimiento vocacional en los jóvenes célibes, sembrando dudas a algunos que pueden sentir la llamada al diaconado. Se les pregunta a veces: “¿Por qué pudiendo ser presbítero, que es más y puedes hacer más cosas, quieres ser sólo diácono?” No se respeta así el que exista una posible vocación diaconal, se entienden mal los grados jerárquicos, se cae en una falsa funcionalidad, se puede confundir así al candidato en su discernimiento y se le pide cuentas a Dios por mandar la vocación diaconal. A los candidatos casados, como no pueden ser más, no se les introduce esa sombra de confusión, pero sí se les acusa a veces de querer promocionarse de laicos a ordenados (como si un seminarista no fuera laico hasta su ordenación o si hoy día el ser diácono fuera algo prestigioso). Es bueno estar atento en el discernimiento vocacional ante las intenciones viciadas, pero tampoco hay que sembrar de sospechas todo proceso vocacional.

El ser diácono es algo serio, hay que decirlo. El que sienta que está llamado a este servicio consagrado ha de discernir su vocación, bajo la dirección última de su obispo, durante un período de tiempo suficiente antes de ser reconocido como candidato diocesano al ministerio. Se potencia por ello el período llamado propedéutico o de discernimiento. En lo que nos afecta a nuestro país, las recientemente aprobadas Normas básicas para la formación de los diáconos permanentes en las diócesis españolas dedica 15 puntos, del 16 al 30, a establecer criterios de discernimiento: Los candidatos al diaconado permanente deben ser personas probadas e irreprensibles, sinceras y dignas, íntegras en guardar el tesoro de la fe, serviciales, generosas y compasivas, y capaces, si la tuviere, de guiar la propia familia. Se les pide la madurez humana necesaria (responsabilidad, equilibrio, buen criterio, capacidad de diálogo) y la práctica de las virtudes evangélicas (oración, piedad, sentido de Iglesia, espíritu de pobreza y de obediencia, celo apostólico, disponibilidad, amor gratuito y servicial a los hermanos)[3]. ¡Nada más y nada menos!

D. Ricardo Blázquez, cardenal-arzobispo de Valladolid,
en una ordenación diaconal
            El 6 de diciembre de 2013, el entonces presidente de la Conferencia Episcopal y arzobispo de Valladolid, Ricardo Blázquez, en una ponencia en el XXVIII Encuentro Nacional del Diaconado Permanente, apuntaba los tres presupuestos presentes en la vocación al diaconado permanente: llamada de Dios, encargo y autoridad[4].

a) En primer lugar es llamada de Dios, no autollamada. No se trata de disponibilidad, ni de tener dones de servicialidad o de ser un laico maduro y que trabaja mucho en la parroquia. Es una iniciativa de Dios, que va por delante de nosotros e interpela a seguirle en un ministerio concreto. No debe forzarse en ningún caso un camino que debe nacer de una vocación verdadera y sincera.

En el caso de los célibes, como hemos dicho, no ha de obligarse a los candidatos a aceptar un camino presbiteral si sienten otra llamada de Dios. En los casados, el riesgo es encontrar algún aspirante que, deseando ser presbítero, ante la imposibilidad de serlo, viera en el diaconado una compensación o suplencia de aquella aspiración[5]. Su vocación no sería la de diácono, por lo que debe rechazarse. Como es un ministerio con carácter de estabilidad, incluso en los célibes o en los que han enviudado, el paso a una ordenación presbiteral deberá ser muy raro, y en su caso siempre bajo discernimiento del obispo y con la consulta y dispensa de la Congregación del Clero[6].

Tampoco puede verse el diaconado como un premio por los servicios prestados a la Iglesia[7], pues no es un derecho ni una recompensa a los que pueden haber desarrollado una meritoria labor pastoral. El diaconado no es una prebenda, privilegio o dignidad, aunque en los tiempos laicistas que vivimos el riesgo de buscar eso sea cada vez menor. Disciérnase que los aspirantes, sobre todos los más maduros, no quieran el diaconado como la guinda de su pastel pastoral de años. No es su conquista, sino un encargo otorgado por Dios y su Iglesia, puro don inmerecido, gracia, sacramento y servicio confiado que debe llenar al candidato de temor y temblor.

b) En segundo lugar el diácono es enviado. La vocación implica envío, un encargo de Dios que ha de discernir, según las necesidades presentadas, el obispo correspondiente. Es muy importante diocesanamente que el diácono tenga su misión claramente asignada, pues ha habido casos, por desapego a este ministerio o por otras causas, en que algunas diócesis no han recibido nombramiento o encargo alguno, a pesar de las sucesivas peticiones de encomienda por parte de los interesados.

Ordenaciones en Gerona
Un diácono no debe automisionarse o buscarse tareas según sus gustos y preferencias. El ser ordenado no debe ser un logro personal para poder hacer lo que antes no podía. Es un riesgo de algunos aspirantes al diaconado, que también se da en seminaristas, sobre todo en aquellos pertenecientes y/o muy dependientes a movimientos eclesiales o parroquias concretas. Pueden creer que, tras la ordenación, se podrán dedicar, ahora ya con potestad, al movimiento o a la parroquia de sus amores a los que dedicaron tanto esfuerzo pastoral y tiempo. Es un error. Uno se ordena e incardina en un lugar concreto (diócesis en la gran mayoría de los casos), y es su obispo el que determinará cuál será el encargo recibido. Para limar estos apegos y conocer asimismo otras realidades eclesiales, será importante que, en el tiempo formativo pastoral, se envíe al candidato a un destino diferente de aquel en el que suele colaborar habitualmente. Ya ordenado, el diácono debe priorizar decididamente por la misión encomendada, no por sus gustos personales, espontaneidad, compromisos o peticiones de algunos fieles, como si el evangelizar fuera algo a la carta.

En el fondo de todo debe estar el mandato de Dios de yo te envío (cfr. Ex 3, 10; Hch 26, 17), sin el cual nada tiene sentido. Dios es el que ordena la misión, y es la Iglesia, por medio del obispo, el que discierne. El diácono no tendrá nada que temer ante los retos planteados, porque yo estaré contigo (Ex 3, 12).

c) En tercer y último lugar, la vocación implica la capacidad, potestad, para llevar a cabo la tarea. La raíz de esta capacidad es la ordenación sacramental diaconal. No es, como en el caso de los protestantes, un delegado o enviado de la comunidad, no. La ordenación, la fuerza del Espíritu Santo, configura al diácono como ministro de la Iglesia, con potestad para ejercer su misión. A diferencia del obispo y del presbítero, en el que se da por supuesta su potestad, el diácono, el gran desconocido, ha de hacerse un lugar en la Iglesia. Debe desplegar su vocación desde el reconocimiento eclesial de su potestad y hacia un desarrollo práctico de sus funciones. Asimismo, para que la vocación diaconal funcione, no se quiebre y no se paralice, deben darse pasos para que dicha potestad reconocida se concrete en unas funciones claras y específicas.




[1] Cfr. J. RODILLA MARTÍNEZ, El diaconado permanente en los albores del tercer milenio, Valencia 2006, 39-40. 
[2] CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Vocaciones sacerdotales para el siglo XXI. ICIX Asamblea Plenaria, 2012, 2.1.
[3] CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Normas básicas para la formación de los diáconos permanentes en las diócesis españolas (19-11-2013), 16.
[4] Cfr. R. BLÁZQUEZ, La vocación al diaconado permanente, Madrid 2014, 13.
[5] Ibíd,19.
[6] Cfr. CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos permanentes, Roma (22-2-1998), 5. En adelante Directorio.
[7] Cfr. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Normas básicas para la formación de los diáconos permanentes en las diócesis españolas (19-11-2013), 19.



No hay comentarios: