Si
ya parece zanjada magisterialmente la cuestión de la sacramentalidad diaconal,
no lo parece tanto la cuestión de su especificidad como vocación eclesial. Si
todo cristiano está llamado a la diakonía
de Cristo, al servicio de los hermanos y de la Iglesia en diversidad de modos y
ministerios, ¿qué diferencia al diácono ordenado de los demás cristianos? ¿Para
qué un ministerio específico de servicio? Y yendo al centro de la cuestión,
¿realmente existe una vocación de diácono?
Hay que hacer dos distinciones en lo
que llamamos diakonía Christi. Por un
lado tenemos la llamada universal a todo cristiano de imitar a Jesús en ese
servicio a los demás. En la teología actual se habla de las diversas diakonías o servicios que un cristiano
puede o debe desempeñar. Pero hay que distinguir esta llamada eclesial
universal de la llamada concreta y particular que Dios hace a algunos de los
miembros de la Iglesia a configurarse sacramentalmente con Cristo Siervo,
consagrando su vida entera al servicio de Dios y de su Iglesia. Esto último es
lo que la Iglesia llama ministerio diaconal ordenado.
Hay que entender entonces que es una
llamada particular de Dios, arraigada en la tradición apostólica de Hch 6,
necesaria, diferente e independiente de las otras vocaciones eclesiales. No debería
ser una vocación que estuviera pendiente del número de presbíteros, aunque así
se concibe por muchos y es en cierta medida la causa de su restauración y
expansión eclesial. Los presbíteros son necesarios e insustituibles, y todos hemos
de rogar por sus vocaciones. Pero el diaconado es otra cosa, tiene su sentido
propio, distinto del presbítero. El diácono valenciano J. Rodilla es
contundente al respecto: La vocación al
diaconado es una vocación legítima, independiente de que hubiera o no una
inflación de presbíteros. Porque si hiciéramos una pastoral eficaz que hiciera
atrayente la aventura del seguimiento de Jesús, y el Espíritu Santo concediese
la gracia de llenar los seminarios y tuviéramos algún día en cada parroquia
veinte presbíteros, ¿cerraríamos por ello los seminarios?, ¿sería lícito
manifestar que nadie tiene derecho a ser sacerdote, por el hecho de que existan
muchas vocaciones o buenas intenciones de ser presbíteros?[1] Extrapolando
esta afirmación: ¿sería lícito decir que no hacen falta los diáconos porque hay
muchos presbíteros? Hay que animar al que responde que sí a conocer más en
profundidad este ministerio y las profundas necesidades de obreros que tiene la
mies eclesial, recordando asimismo las palabras de un documento reciente de la
Conferencia Episcopal Española, precisamente sobre los presbíteros, que afirma
la diversidad de vocaciones y la importancia de todas: Todos los miembros del Pueblo de Dios están llamados a la santidad y al
apostolado: los sacerdotes, los diáconos, los miembros de la vida consagrada y
los fieles laicos; a su vez, todos participan en la misión de la Iglesia con
carismas y ministerios diversos y complementarios. El diaconado hace presente a
Cristo como el servidor de la comunidad de los creyentes[2].
Esta idea de querer relacionar el
aumento del diaconado con la escasez de presbíteros no ayuda a nadie. Y
curiosamente no ayuda tampoco al discernimiento vocacional en los jóvenes
célibes, sembrando dudas a algunos que pueden sentir la llamada al diaconado.
Se les pregunta a veces: “¿Por qué pudiendo ser presbítero, que es más y puedes hacer más cosas, quieres ser sólo
diácono?” No se respeta así el que exista una posible vocación diaconal, se
entienden mal los grados jerárquicos, se cae en una falsa funcionalidad, se
puede confundir así al candidato en su discernimiento y se le pide cuentas a
Dios por mandar la vocación diaconal. A los candidatos casados, como no pueden
ser más, no se les introduce esa
sombra de confusión, pero sí se les acusa a veces de querer promocionarse de
laicos a ordenados (como si un seminarista no fuera laico hasta su ordenación o
si hoy día el ser diácono fuera algo prestigioso).
Es bueno estar atento en el discernimiento vocacional ante las intenciones
viciadas, pero tampoco hay que sembrar de sospechas todo proceso vocacional.
El
ser diácono es algo serio, hay que decirlo. El que sienta que está llamado a
este servicio consagrado ha de discernir su vocación, bajo la dirección última
de su obispo, durante un período de tiempo suficiente antes de ser reconocido
como candidato diocesano al ministerio. Se potencia por ello el período llamado
propedéutico o de discernimiento. En lo que nos afecta a nuestro país, las
recientemente aprobadas Normas básicas
para la formación de los diáconos permanentes en las diócesis españolas dedica
15 puntos, del 16 al 30, a establecer criterios de discernimiento: Los candidatos al diaconado permanente deben
ser personas probadas e irreprensibles, sinceras y dignas, íntegras en guardar
el tesoro de la fe, serviciales, generosas y compasivas, y capaces, si la
tuviere, de guiar la propia familia. Se les pide la madurez humana necesaria
(responsabilidad, equilibrio, buen criterio, capacidad de diálogo) y la
práctica de las virtudes evangélicas (oración, piedad, sentido de Iglesia,
espíritu de pobreza y de obediencia, celo apostólico, disponibilidad, amor
gratuito y servicial a los hermanos)[3]. ¡Nada
más y nada menos!
D. Ricardo Blázquez, cardenal-arzobispo de Valladolid, en una ordenación diaconal |
a)
En primer lugar es llamada de Dios, no autollamada. No se trata de disponibilidad,
ni de tener dones de servicialidad o de ser un laico maduro y que trabaja mucho
en la parroquia. Es una iniciativa de Dios, que va por delante de nosotros e
interpela a seguirle en un ministerio concreto. No debe forzarse en ningún caso
un camino que debe nacer de una vocación verdadera y sincera.
En
el caso de los célibes, como hemos dicho, no ha de obligarse a los candidatos a
aceptar un camino presbiteral si sienten otra llamada de Dios. En los casados,
el riesgo es encontrar algún aspirante que, deseando
ser presbítero, ante la imposibilidad de serlo, viera en el diaconado una
compensación o suplencia de aquella aspiración[5]. Su vocación no sería la de diácono,
por lo que debe rechazarse. Como es un ministerio con carácter de estabilidad,
incluso en los célibes o en los que han enviudado, el paso a una ordenación
presbiteral deberá ser muy raro, y en su caso siempre bajo discernimiento del
obispo y con la consulta y dispensa de la Congregación del Clero[6].
Tampoco
puede verse el diaconado como un premio por los servicios prestados a la
Iglesia[7], pues no
es un derecho ni una recompensa a los que pueden haber desarrollado una
meritoria labor pastoral. El diaconado no es una prebenda, privilegio o
dignidad, aunque en los tiempos laicistas que vivimos el riesgo de buscar eso
sea cada vez menor. Disciérnase que los aspirantes, sobre todos los más
maduros, no quieran el diaconado como la guinda
de su pastel pastoral de años. No es su
conquista, sino un encargo otorgado por Dios y su Iglesia, puro don inmerecido,
gracia, sacramento y servicio confiado que debe llenar al candidato de temor y
temblor.
b)
En segundo lugar el diácono es enviado. La vocación implica envío, un encargo
de Dios que ha de discernir, según las necesidades presentadas, el obispo correspondiente.
Es muy importante diocesanamente que el diácono tenga su misión claramente
asignada, pues ha habido casos, por desapego a este ministerio o por otras
causas, en que algunas diócesis no han recibido nombramiento o encargo alguno,
a pesar de las sucesivas peticiones de encomienda por parte de los interesados.
Ordenaciones en Gerona |
En
el fondo de todo debe estar el mandato de Dios de yo te envío (cfr. Ex 3, 10; Hch 26, 17), sin el cual nada tiene
sentido. Dios es el que ordena la misión, y es la Iglesia, por medio del
obispo, el que discierne. El diácono no tendrá nada que temer ante los retos
planteados, porque yo estaré contigo (Ex
3, 12).
c) En tercer y último
lugar, la vocación implica la capacidad, potestad, para llevar a cabo la tarea.
La raíz de esta capacidad es la ordenación sacramental diaconal. No es, como en
el caso de los protestantes, un delegado o enviado de la comunidad, no. La
ordenación, la fuerza del Espíritu Santo, configura al diácono como ministro de
la Iglesia, con potestad para ejercer su misión. A diferencia del obispo y del
presbítero, en el que se da por supuesta su potestad, el diácono, el gran desconocido, ha de hacerse un
lugar en la Iglesia. Debe desplegar su vocación desde el reconocimiento
eclesial de su potestad y hacia un desarrollo práctico de sus funciones. Asimismo,
para que la vocación diaconal funcione, no se quiebre y no se paralice, deben
darse pasos para que dicha potestad reconocida se concrete en unas funciones
claras y específicas.
[1] Cfr. J. RODILLA MARTÍNEZ, El diaconado permanente en los albores del
tercer milenio, Valencia 2006, 39-40.
[2] CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Vocaciones sacerdotales para el siglo XXI.
ICIX Asamblea Plenaria, 2012, 2.1.
[3] CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Normas básicas para la formación de los
diáconos permanentes en las diócesis españolas (19-11-2013), 16.
[4] Cfr. R. BLÁZQUEZ, La vocación al diaconado permanente,
Madrid 2014, 13.
[5] Ibíd,19.
[6] Cfr. CONGREGACIÓN PARA EL CLERO,
Directorio para el ministerio y la vida
de los diáconos permanentes, Roma (22-2-1998), 5. En adelante Directorio.
[7] Cfr. CONFERENCIA EPISCOPAL
ESPAÑOLA, Normas básicas para la
formación de los diáconos permanentes en las diócesis españolas (19-11-2013), 19.
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