miércoles, 12 de octubre de 2016

El sacramento del orden en grado de diácono: sacramento de misión.

Todo ministerio eclesial, tiene su raíz en el mandato de Cristo de servir a los hermanos: Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros. En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que le envía (Jn 13, 14-16). Por el deseo de acoger este mandato del mismo Jesús (diakonía Christi), en las primeras comunidades cristianas surgen diversas formas de solventar las necesidades tanto puntuales como permanentes del servicio a la Iglesia. Desde la misma fundación de estos ministerios hay una identidad entre el hacer y el ser[1]. No bastaba con servir como Jesús, había que ser otro Cristo sirviente. El ministro no quería sólo actuar como Jesús, sino que hermanaba todo su ser con Él. Todo ello hizo maestras del servicio a estas primeras comunidades y modelo para la Iglesia en los siglos posteriores.


Todo bautizado, por el hecho de ser seguidor de Cristo Sacerdote, Rey y Profeta no puede dejar nunca a un lado su llamada al servicio de los demás: su bautismo le exige cumplir con sus promesas bautismales. Pero cada uno debe concretar esa llamada de servicio en un ministerio concreto, que no es más que un modo de entrega a la edificación de la Iglesia.

En el caso del ministerio que nace del de los Apóstoles, éstos, desde sus comienzos, eligieron a colaboradores y sucesores para que continuasen la propagación del Evangelio y la atención de la grey del Pueblo de Dios[2]. La Iglesia entendió desde siempre el carácter especial de esta misión, revestida con la gracia sacramental: es el llamado sacramento del Orden. Esta manera de resolver ministerialmente las necesidades eclesiales convertirán estos especiales ministerios en patrimonio de la Iglesia. Si acudimos al primer número del Catecismo que nos habla de este sacramento encontramos: El Orden es el sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos: es, pues, el sacramento del ministerio apostólico. Comprende tres grados: el episcopado, el presbiterado y el diaconado[3]. Es pues un sacramento que confiere un sacerdocio distinto al sacerdocio común que todos los fieles reciben por el bautismo pues está íntimamente relacionado con el ministerio de los apóstoles: en él se funda, en él se mira, de él bebe. Es también algo estable, hasta el fin de los tiempos, pues la misión apostólica debe ser ininterrumpida.

Es cierto que los diversos ministerios que colaboraron con los apóstoles, han tenido una evolución a lo largo de los siglos y un cambio en su concepción, funciones y una mayor profundidad en su perfeccionamiento teológico, pero no puede negarse que los tres grados del Orden que la Iglesia acepta, se fundamentan directamente en la institución de Cristo, la Sagrada Escritura y la Tradición eclesial. El ministerio jerárquico, cuyo progresivo desarrollo refieren los escritos neotestamentarios, quedó plasmado de manera definitiva como estructura fundamental de la Iglesia que peregrina en un conjunto integrado por los Obispos y sus colaboradores los presbíteros y los diáconos[4].

El que es llamado y aceptado por la Iglesia entra a formar parte de un orden, un cuerpo eclesial que le confiere una misión y potestad y afecta a toda la vida del ordenado. La integración en el orden, se realiza por un acto sacramental indeleble, la ordenación, que confiere al sujeto una potestad especial[5]. No se trata de una simple elección o designación, como ocurre en diversos grupos protestantes, sino de un don singular del Espíritu Santo que permite ejercer una potestad sagrada al servicio del Pueblo de Dios en nombre y con la autoridad de Cristo.

Por tanto, debe quedar claro que el candidato es ordenado para el servicio al Pueblo de Dios. No se ordena para su propia santificación, sino para la de los demás[6]. No se ordena para su mayor perfección, sino para estar al servicio de la Iglesia. Es un error pensar que uno es más santo o es más perfecto si recibe el sacramento del Orden. El ordenado ha de llenarse de temor y responsabilidad por la grandeza de la misión apostólica y potestad recibidas.

Tampoco el ordenado actúa o habla por su propia autoridad, ni por mandato o delegación, sino que, por el sacramento recibido, lo hace en nombre de Cristo y de su Iglesia. Todos los hechos o palabras del ordenado son ya de Cristo, no suyos, por lo que su misión no será suya. No se puede ser ministro del Señor a tiempo parcial: su vida entera es ya de Cristo y de su Iglesia. Su vida entera es para el servicio encomendado. Luego, habrá que entender cuál es la concreción en cada grado del orden y circunstancia personal. Un presbítero, por ejemplo, puede muy bien realizar su misión eclesial atendiendo a su madre enferma: con el discernimiento de su obispo ese puede ser el servicio que se le pide en ese momento, en esas circunstancias. O bien, un diácono que ejerce un trabajo civil puede ser también ejercer su diaconía en esa faceta de su vida. No deja de ser ministro del Señor aunque ejerza cualquier trabajo civil que no desdiga su condición.

Tradicionalmente se ha hablado de que el sacramento del orden otorga una triple potestad que configura al ordenado con Cristo Maestro, Sacerdote y Pastor. En el caso que nos ocupa, el diácono participa según un modo propio de las tres funciones enseñar, santificar y gobernar que corresponden a los miembros de la Jerarquía[7]. En el caso del diácono, ordenado no al sacerdocio, sino al ministerio, se contempla su triple ministerio (munera) al servicio de la Palabra, la Caridad, la Liturgia[8]. Vemos que esta distinción da una particularidad propia al ministerio diaconal que nace de la episcopal. La potestad diaconal es entendida por tanto como ministerial, como servicio encomendado por el propio obispo en los tres ámbitos ya mencionados, las tres columnas, misiones o amores en los que un diácono debe desvivirse[9].

Sigue...


[1] Cfr. J. RODILLA MARTÍNEZ, El diaconado permanente en los albores del tercer milenio, Valencia 2006, 54.
[2] Cfr. LG, 20.
[3] CEC, 1536.
[4] Cfr. LG, 20.
[5] Cfr. LG, 10.
[6] Cfr. LG, 18.
[7] CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS, Apostolorum Successores, Roma (22-2-2004), 92.
[8] Cfr. LG, 29.
[9] Cfr. F. GIL HELLÍN, Homilía en la ordenación diaconal de Fr. J. L. Galiana Herrero, “Boletín oficial del Arzobispado de Burgos” 156/12, 973-975.

No hay comentarios: