sábado, 29 de noviembre de 2014

Homilía de nuestro arzobispo don Francisco Gil Hellín en la ordenación diaconal del monje cisterciense Fr. J. Luis Galiana Herrero

(Monasterio de San Pedro de Cardeña, 27-11-2014)

Nos hemos reunido en este querido y estimado monasterio para la ordenación de diácono del hermano José Luis. Según nos ha recordado la Palabra de Dios, este hermano está aquí porque ha escuchado la voz de Dios que quiere elegirlo para llevar la salvación a su pueblo. El diácono, en efecto, es un ministerio que participa de la misión profética de Jesucristo y es asociado al Obispo para anunciar al pueblo el Evangelio del reino y llamarlo a la conversión. En virtud de la ordenación, se convierte en ministro de la Palabra, como lo indica el gesto de la entrega del Evangelio. Ciertamente todavía no puede predicar la homilía en la Eucaristía, pero desde hoy tiene una vinculación tan especial con el Evangelio, que a él le corresponde proclamarlo, aunque haya presbíteros u obispos concelebrantes.


San Pedro de Cardeña 
Pero no es este el único ministerio que asume el ordenando. La lectura del libro de los Hechos nos ha recordado que lo más específico de un diácono es el servicio de la caridad como ayuda del obispo. En efecto, que cuando creció la primera comunidad cristiana de Jerusalén, surgió la necesidad de prestar a las viudas unos servicios parecidos a los que prestan hoy nuestras Cáritas. En un primer momento, fueron los mismos Apóstoles quienes realizaron ese servicio. Pero esto trajo consigo substraer tiempo al ministerio de la predicación. Por eso, para armonizar el servicio de la predicación y el de la caridad –indispensables los dos–, hicieron esta opción: ellos se dedicarían de lleno a predicar, y un grupo de hombres, elegidos por ellos pero presentados por la comunidad, se dedicarían a la atención de los necesitados, en particular a dar de comer a las viudas. Desde entonces, los diáconos se dedicaron preferentemente a este serviciodurante varios siglos. En la Iglesia de Roma llegó a tener tanta importancia, que el protodiácono era elegido sucesor del Romano Pontífice. Por este motivo, cuando las autoridades romanas querían despojar de sus bienes a la Iglesia, se dirigían a los diáconos, pues eran ellos los que administraban los recursos destinados a los pobres. Con el paso del tiempo y el cambio de las circunstancias, los diáconos perdieron importancia en este servicio y se centraron prevalentemente en el servicio del obispo en el altar. Hoy, con la restauración del diaconado permanente, de nuevo ha vuelto a primer plano del ministerio diaconal este servicio.

El que hoy es admitido al orden de los diáconos, no lo es para serlo establemente, sino como requisito previo para acceder un día al orden presbiteral y con él al ministerio por excelencia del presbítero: la celebración de la Eucaristía. Por eso, sin dejar a un lado el ministerio de la caridad, recibe el diaconado para ser ministro ordinario de la sagrada comunión y de la exposición del Santísimo Sacramento así como ministro ordinario del bautismo. Desde hoy, por tanto, el nuevo diácono asume una vinculación especial con Evangelio, con los pobres y con la Eucaristía. Estos han de ser desde ahora sus tres grandes amores.

Seguramente que el ordenando ya es lector asiduo y creyente del Evangelio. Sin embargo, desde hoy ha de serlo de una manera especial. La lectura del evangelio es imprescindible para conocer a Jesucristo. Es imposible amar al Señor sin tratarle en el Evangelio de modo habitual. El evangelio es la fuente de donde brota el agua que sacia la sed de Dios que albergan los hombres y las mujeres de todos los tiempos. También nuestros contemporáneos. El papa Francisco está firmemente persuadido de la necesidad que tienen los fieles de leer a diario el evangelio. De hecho, en pocos meses ha invitado varias veces, a los que participaban en las audiencias de los miércoles y en el rezo del Ángelus, a llevar consigo unos evangelios y leerlo todos los días. En una ocasión regaló cien mil ejemplares a los asistentes.

Querido José Luis: imita este bello gesto y anima a leer el evangelio a tantas personas que el Señor acerca hasta los muros de este monasterio, en búsqueda de Dios y de un sosiego espiritual para su ajetreada vida. Los pobres han de ser también otra de tus preferencias. Un monje tiene experiencia personal de la pobreza material. A veces, es una experiencia prolongada y fuerte. Esta experiencia facilita comprender y ayudar a los que no tienen trabajo o pueden perderlo o sufren cualquiera otra necesidad. Con frecuencia no es mucho lo que en este campo puede hacer. Sin embargo, la acogida fraterna de los huéspedes es una tradición monástica muy arraigada y que el nuevo diácono está llamado a practicar con especial gusto. Además, a los muros de los monasterios llegan con más frecuencia otro tipo de pobres; sobre todo, en este momento en que nos toca vivir: personas alejadas de Dios –que es la pobreza suprema–, personas con problemas matrimoniales, jóvenes sin sentido para sus vidas, adultos decepcionados y sinesperanza. ¡Qué inmenso panorama se abre a tus ojos, nuevo diácono!

El tercer amor es la Eucaristía. En realidad, es el primero y, en cierto sentido, el único. Porque el Pan de la Palabra nos lleva al Pan de la Eucaristía y el Pan de la Eucaristía pone en nuestro corazón el amor a los pobres. No podemos engañarnos: sin Eucaristía no es posible una vida cristiana ni una vida sacerdotal ni una vida diaconal. Sin alimentarnos con el Cuerpo de Cristo no tenemos fuerza para nada: “Sin Mí, nos decía el Evangelio, no podéis hacer nada”, mientras que “si permanecéis en Mi, daréis fruto abundante y duradero”. Sin el trato asiduo con Jesús Sacramentado, nuestras comuniones se hacen rutinarias y nuestra actividad queda convertida en burocracia y sin alma. Por eso, querido José Luis, el trato que ya tienes con la Persona de Jesucristo en la Eucaristía ha de sufrir un fuerte incremento.

Queridos hermanos: dispongámonos ya a participar de modo piadoso y consciente en el rito con el que voy a ordenar diácono a este monje del Cister. 

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